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jueves, 6 de mayo de 2010

Ojos que sí ven, corazón que sí siente

Continuando con los hérores anónimos de nuestra querida Argentina quería recordar a otro hombre de la Ciencia: el doctor Roberto Zaldívar. Para aquellos que les gustan las comparaciones, este mendocino de 50 años se encamina para ser el próximo Favaloro de la medicina criolla, aunque esperamos que con un final mucho más feliz que el que tuvo el cardiólogo platense.

Sólo tuve que buscar “oculista mendocino” para que Google me diera una lección: mejor era llamarlo oftalmólogo. El primer resultado de la búsqueda arrojó un premio que le dieron a Zaldívar en Boston. Fue el último 11 de abril, con el que se convirtió en el primer especialista de habla hispana en recibir esta distinción, otorgada por la Jan Worst Medal Award de ese estado norteamericano.

Si quieren saber lo que dice Wikipedia de Zaldivar, junto con los premios que obtuvo, pinchen aquí.

Su padre, Roger, fue el fundador del Instituto Zaldívar, lugar pionero en implementar la tecnología de las operaciones de láser en la década del 60. Por citar algunas personalidades, por en esta clínica fueron atendidos Susana Giménez, Julio Bocca, Jorge Guinzburg, Dady Brieva y José Luis Menotti.

Pero lo más loable de Roberto Zaldívar es la fundación que creó en 1990 y lleva su nombre. Esta atiende a personas sin ningún tipo de recursos de las más complejas intervenciones. Además, también lanzan programas dedicados a la población, como cuando asistieron a 6 mil estudiantes de escuelas rurales.

En fin, la idea era destacar a esta clase de personas, que además de ser excelentes profesionales, su buena leche no se pierde. Los argentinos ya perdimos a un ser humano completo como Favaloro. Es hora de que nos demos cuenta a tiempo de la gente que vale la pena. Ojos que sí ven, corazón que sí siente.


lunes, 5 de abril de 2010

Yo y mi conciencia

Hablar de conciencia es hablar de la dignidad del hombre, hablar de que no es un caso particular de algo general ni el ejemplo de un género, sino que cada individuo como tal es ya una totalidad, es ya “lo universal”.
La ley natural según la cual una piedra cae de arriba hacia abajo es, por así decirlo, exterior a la piedra misma, que no sabe nada de esa ley. Quienes la observamos consideramos su caída como ejemplo de una ley general. Tampoco el pájaro que hace un nido tiene la intención de realizar algo para la conservación de la especie, ni de tomar medidas para el bien de sus futuras crías. Un impulso interior, un instinto, le lleva a hacer algo cuyo sentido se le oculta. Esto se manifiesta en en el hecho de que también cuando están encerrados, cuando los pájaros no esperan tener crías, comienzan a hacer su nido.

Los hombres, por el contrario, pueden saber la razón de lo que hacen. Actúan expresamente y en libertad con respecto al sentido de su acción. Si tengo ganas de hacer algo cuyas consecuencias dañan a un tercero, entonces puedo plantearme esas consecuencias y preguntarme si es justo obrar así y si puedo responder de ese acto.

Podemos ser independientes de nuestros momentáneos y objetivos intereses y tener presente la jerarquía objetiva de valores relevantes para nuestros actos… En realidad, no es verdad en absoluto que lo que en el fondo y de verdad deseamos esté en una fundamental contradicción con lo que objetivamente es bueno y correcto. Lo que ocurre más bien es que, en la conciencia, lo universal, la jerarquía objetiva de los bienes y la exigencia de tenerlos en cuenta vale como nuestra propia voluntad.

La conciencia es una exigencia de nosotros a nosotros mismos. Al causar un daño, al herir u ofender a otro, me daño inmediatamente a mí mismo. Tengo, como se dice, una mala conciencia…. No hay conciencia sin disposición a formarla e informarla. Un médico que no está al tanto de los avances de la medicina actuará sin conciencia. Y lo mismo quien cierra los ojos y oídos a las observaciones de otros que le hacen fijarse aspectos de su proceder, que quizás él no ha notado. Sin tal disposición, sólo en casos límites se podrá hablar de conciencia. Pero también el segundo movimiento pertenece a la conciencia; por él vuelve de nuevo el individuo a sí mismo.

Si, como decía, el individuo es potencialmente lo universal, incluso un todo de sentido, entonces no puede abdicar en otros su responsabilidad, ni en las costumbres del tiempo, ni en el anonimato de un discurso de un intercambio de razones y de contra-razones. Naturalmente que puede sumarse a la opinión dominante, cosa que incluso es razonable en la mayoría de las ocasiones. Pero es totalmente falso reconocerle conciencia sólo a quien se aparta de la mayoría.

No obstante, es cierto que, al fin y al cabo, es el individuo quien goza de responsabilidad; puede obedecer a una autoridad, y aún ser esto lo correcto y lo razonable; pero es él a la postre quien de responder de su obediencia. Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pro y los contra, pero razones y contra-razones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita.

Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finalizar el discurso, y cuando procede, con convicción y actuar.

(POR ROBERT SPAEMANN, FILÓSOFO)

viernes, 2 de abril de 2010

La gente que me gusta

Me gusta la gente que vibra, que no hay que empujarla, que no hay que decirle que haga las cosas, sino que sabe lo que hay que hacer y que lo hace…

Me gusta la gente con capacidad para medir las consecuencias de sus acciones, la gente que no deja las soluciones al azar.

Me gusta la gente estricta con su gente y consigo misma, pero que no pierda de vista que somos humanos y nos podemos equivocar.

Me gusta la gente que piensa que el trabajo en equipo, entre amigos, produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

Me gusta la gente sincera y franca, capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables.

Me gusta la gente de criterio, la que no se avergüenza de reconocer que no sabe algo o que se equivocó. Me gusta la gente que al aceptar sus errores, se esfuerza genuinamente por no volver a cometerlos.

Me gusta la gente capaz de criticarme constructivamente y de frente; a éstos los llamo mis amigos.

Me gusta la gente fiel y persistente, que no fallece cuando de alcanzar objetivos e ideas se trata.

Me gusta la gente que trabaja por resultados. Con gente como esa, me comprometo a lo que sea, ya que con haber tenido esa gente a mi lado me doy por bien retribuido.


Por Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia (Paso de los Toros, Uruguay, 14 de septiembre de 1920 – Montevideo, Uruguay, 17 de mayo de 2009), más conocido como Mario Benedetti, fue un escritor y poeta uruguayo integrante de la Generación del 45, a la que pertenecen también Idea Vilariño y Juan Carlos Onetti, entre otros. Su prolífica producción literaria incluyó más de 80 libros, algunos de los cuales fueron traducidos a más de 20 idioma.

miércoles, 2 de abril de 2008

Esa "loca" historia del primer muerto en Malvinas


Antes que nada, espero que nadie se ofenda con el título del post. No tiene nada que ver con lo que piensen, justamente, los malpensados. Es que, simplemente, ayer, por conmemorarse un nuevo aniversario del desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas vi un programa de televisión referido al tema. De todos los personajes que pasaron me gustó mucho la historia -no la conocía- del "loco" (loco lindo, a no confundir) que se convirtió en la primera baja que dejó la absurda guerra inciada el 2 de abril de 1982.

La historia, si buscan en Internet, encontrarán que tiene algunas controversias. Por ejemplo, en un sitio -no mu respetable, por cierto- publican que el primer muerto en las islas fue Mario Almonacid Vargas, un soldado conscripto de la Infanteria de Marina Argentina, de 20 años de edad, quien era hijo de Humberto Almonacid y María Vargas, ambos chilenos. Y agrega que fue el 3 de abril, durante el asalto a Grytviken en las Georgias. Sin embargo, la historia más fehaciente, que coincide con la que yo vi en TV asegura que el primer caído en Malvinas fue capitán de Fragata Post-mortem, Pedro Edgardo Giachino (foto), argentino e hijo de argentinos (si vale de algo la aclaración).

Pues, de ahora en más, me voy a referir sólo a la segunda versión, la reconocida oficialmente y de la que la mayoría de los argentinos creemos: la de Giachino. Resulta que en este programa aprovecharon, para contar la historia de su muerte, el testimonio de su madre Delicia Rearte de Giachino. Este buzo táctico, que desembarcó el 1 de abril en Malvinas, tenía como misión lograr la rendición del entonces gobernador de las islas, Rex Hunt antes de que desembarcara el grueso de las tropas argentinas y evitar de esa forma un combate armado en el centro urbano.

Al mando de esa patrulla de comandos anfibios, iba Giachino, un joven infante de marina que el 28 de mayo de ese año hubiese cumplido 35 años. Este avanzó con sus hombres hasta la casa de Hunt, y se lanzó solo a derribar la puerta. Lo esperaba detrás una ráfaga de ametralladora. Alcanzó a gritarle a sus hombres que se cubrieran, con lo que salvó sus vidas, pero quedó herido de gravedad por los disparos.

Gracias a Dios, pudo y supo cumplir con su deber", recuerda, hoy (con más dolor -según ella-), su madre. "Tuvo que elegir entre él y sus hombres. Y eligió ser él quien muriera", agregó en el testimonio televisivo. "Las autoridades militares de entonces no supieron valorar la derrota: la tomaron como algo vergonzante. Y los sucesivos gobiernos, desde los paraguas hasta los ositos, se han preocupado más por ir a besar la mano de su graciosa majestad que por reivindicar Malvinas", disparó Delicia también.

Además, luego, contó, con detalle, cómo fue su muerte. Es decir, relató con una exactitud suiza cada detalle de esa "loca" pero muy heroica historia de su muerte. No recuerdo bien, pero dijo algo así: Giachino, después de herido, tomó una granada y amenazó con lanzarla hacia donde estaba el enemigo si no se rendía el Gobernador y toda su guardia. El quería ser la única baja y no permitía que nadie se le acerque a ayudarle, mientras se desangraba. Los allegados al máximo mandatario inglés de las islas le fueron a comentar la situación a su jefe. "Allá, afuera, hay un loco con una granada que amenaza con soltar si no nos rendimos", le dijo uno de ellos. Mientras, los demás soldados argentinos, estaban preparados a aniquilar a los pocos ingleses, pero la orden de Giachino era que no hubiera más bajas, que su inevitable muerte.

En fin, la situación lo desbordó al gobernador Rex Hunt, quien se terminó rindiendo muy pronto. Giachino cumplió con su palabra y amarró de nuevo la granada, no la hizo detonar y se convirtió en la única baja de la toma de las islas. Un héroe de la puta madre que no sé si llegó a ver flamear la bandera argentina en las islas, pero que sí murió con el alma inflada de orgullo y con la conciencia tranquila de haber cumplido su objetivo: no hubo bajas en la toma de las islas y las Malvinas volvían a ser argentinas.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Luis Rey tenía razón


Cuando lo vi por primera vez, él ya se habría graduado en sabiduría y tendría un doctorado en vivencias. En realidad, no me conoció. Apenas si lo saludé un par de veces, cuando nos cruzamos ocasionalmente. Siempre porque yo, o él, acompañaba a un conocido en común. No, no tuve el honor: Don Luis no me conoció.

Yo, en cambio, sí me fijé en él desde pequeño. Una vez lo encontré en el canal 6 de mi televisor. Hablaba de fútbol. Y me llamó la atención su simpática tonada campechana y, sobre todo, que cada frase que salía de su boca estaba cargada de introversión. No sé si lo preparaba antes de salir al aire o era natural y espontáneo, pero cada idea de él culminaba en una discusión. Tenía esa virtud, la aprovechaba.

A partir de aquel día, esperaba verlo todas las semanas. Sentía una extraña necesidad de observar a ese enérgico hombrecito senil, regordete y encogido, de canas bien peinadas y joroba inocente, que defendía con autoridad a jugadores que yo ni conocía, y hasta honraba sus apodos. “‘Yiyo’ Zapatiel, ese sí que era un crack”, recuerdo que dijo en una ocasión. Y muchos nos esforzábamos por acordarnos de un Yiyo... que no sea el “Topo”.

De paso -y cada vez que podía- Don Luis le pasaba factura a los futbolistas foráneos; principalmente, a los que llegaban desde Buenos Aires, a los que sacaban turno en Atlético o en San Martín. En realidad, por más que provenían de Córdoba, Santa Fe o Chubut, él siempre les decía “porteño”. “Lo trajeron porque dice que lo vieron pasar por la vereda de la cancha de Boca”, era una de sus frases favoritas. “Y claro, qué va a servir, si vivía a la vuelta de mi casa”, ironizaba para defender a un jugador local.

Por supuesto, el “porteño’” arribaba siempre como la gran estrella del equipo, con añejos pergaminos en el bolsillo y dueño de las tapas de los diarios. Era allí cuando muchos tucumanos se enfadaban con Rey. Dolía que critiquen a los ídolos. Yo también me enojaba con él. Mucho. Y tantas veces deseaba encontrarlo cara a cara para decírselo (en verdad, no sé si me hubiera animado). Me urgía gritarle que no tenía razón, que la mayoría no compartíamos sus apreciaciones. Eso soñaba: encontrarlo y decirle que no tenía razón.

Una vez, durante su programa en vivo, llamé por teléfono al canal 6 y dejé un mensaje para redimir a uno de mis ídolos, que llevaba ya media hora de ser criticado. Leyeron mi comentario en voz alta y Don Luis me desprestigió de inmediato, poniendo cara de desagrado, dejándome en ridículo. “Qué dice e’te muchacho”, dijo. Y yo miraba la pantalla de reojo y me moría de la vergüenza. Para colmo, después siguió machacando a mi ídolo. En ese momento lo aborrecí, lo maldije un millón de veces. Lo insulté en voz alta e incluso, continué criticándolo al día siguiente, en la escuela, con mis compañeros, que poco concebían mi ira y mucho menos mi causa.

Aún así, nunca dejé de ver los programas de Don Luis. No podía, era más fuerte que mi voluntad. Pero poco a poco, sin proponérmelo, empecé a entenderlo y a compartir su filosofía. El repudiaba el fútbol de atletas (“Zanetti agarra la moto y brrrrrr... ¿a dónde va Zanetti?”, se enojaba) y reivindicaba el fútbol bonito (“La pelota es de cuero; el cuero se saca de la vaca; la vaca come pasto... ¡por ahí tiene que andar la pelota!”, representaba). A él le agradaban los jugadores que hacían una pausa y pensaban. Quería en su equipo a los que no reclamaban amarillas para el rival y defendía el potrero, el caño, el sombrero, la gambeta... al fin y al cabo, exigía fútbol argentino en su esencia más pura.

Hacen ya 2 años que no veo a ese enérgico hombrecito senil, de “permanente sentido del humor y picardía natural para decir las cosas”, como lo destaca Calliera. El no me conoció, ni siquiera supo mi nombre. Yo, en cambio, todavía bendigo aquel día que encendí mi televisor en el canal 6. Ya no está entre nosotros, pero si pudiera tenerlo cara a cara le contaría que ya no me enojo con él y que se lo extraña. Le haría saber que hoy son muy pocos los que defienden “lo tucumano” y que ya nadie se queja de los “porteño’”. Y por último, le diría lo que más ganas siento de decirle: que tenía razón, Luis Rey tenía razón.

(Por Saudo)

El más fanático de todos


Aquel día, el más fanático de todos, se levantó muy temprano, antes de que el gallo del vecino despierte a todos. Contempló durante unos segundos el póster de San Martín, que forma parte de su habitación desde hace unas semanas. Estaba concentrado en esos once titanes -también envidió a los niños que posan junto a ellos- y si alguien lo hubiera visto desde lejos, habría supuesto que les dirigía algunas plegarias, oraciones implorándoles que hoy ganen, sí o sí.
Se vistió de gala: se puso la camiseta de San Martín que todavía le quedaba grande -se lo advirtió a su madrina ni bien se la regalaron-, su gorro al tono, el pantalón corto negro que le heredó -estaba como nuevo- su primo Ricardo, y hasta se dio el lujo de estrenar las medias de algodón que su madre le compró. Era un día muy especial para él.

“Bueno, ‘Pilín’, esperá un poquito”, le contestó su padre -un mecánico conocido en La Ciudadela- en voz baja para no despertar también a mamá, pues era domingo y muy temprano. Vivían a dos cuadras de la cancha, pero a él no le gustaban los contratiempos y es por eso que cuando aún quedaban dos horas para el partido, movió a su padre, un ser bastante parsimonioso.

Cuando papá se levantó, encontró el desayuno listo, con tortillas y todo. Se lo había preparado él, todavía un niño, pero bastante maduro e inteligente. Con las entradas en la mano, “Pilín” esperó a que su padre termine su mate cocido y luego partieron.

Era una fiesta increíble, se la ilustraría fantásticamente a sus compañeros de escuela. San Martín comenzó ganando por un golazo que “Pilín” gritó desde su alma, desgargantándose, derritiéndose en un abrazo con su padre. Y la hinchada, su hinchada, seguía cantando. Y él, el más fanático de todos, también se sabía las canciones, por supuesto.

Cuando menos se lo esperaba, Villa Mitre, un equipo del que “Pilín” sabía muy poco, empató el partido con un gol en contra. Se agarró la cabeza, pero no lloró. Sabía que el Santo lo ganaría. Tarde o temprano lo haría, jugaba en su estadio, con treinta mil fanáticos alentando. “No, no puede perder”, pensó.

Los minutos pasaron y San Martín no volvió a convertir otro gol. Tampoco Villa Mitre. El partido terminó empatado, 1 a 1, por lo que se definiría en tanda de penales. “Pilín” tenía miedo. Ya no era el maduro hombrecito de la familia, volvió a ser un niño. Y temió mucho, temblaba. Se sacó el gorrito y lo mordió para descargar tensiones.

Ambos equipos convirtieron los dos primeros disparos, pero los de Ciudadela erraron el tercero. Perdían 3 a 2 y si el encargado de ejecutar el próximo tiro fallaba, todo terminaba allí. Fue el arquero de su equipo, su arquero, a patear. Y “Pilín” mordió aún más fuerte su gorrito. No se atrevió a mirar para otro lado, se concentró en el penal. El “villano” de Villa Mitre contuvo el balón y todo terminó allí, su equipo, San Martín, perdió.

Su pasión no aguantó más y “Pilín” lloró a gritos. Papá no lo pudo evitar. Eran desgarradores alaridos, que si el mismísimo diablo los escuchara seguramente también echaría a llorar. Y continuó lagrimeando con furia, con el gorrito arrugado entre las manos, con el corazón partido en pedazos. No entendía nada. “¡Qué injusta la vida!”, clamó hacia adentro. Y nadie lo escuchó. Y lloró y lloró.

Aquel día, conoció de verdad lo que es el dolor. Volvió a casa, apneas pudo comer a desgana -sólo porque le insistió mamá- y se fue a su habitación. Afortunadamente, miró a los once jugadores y seguían siendo titanes para él. Les preguntó, claro, por qué habían perdido. De un momento a otro, con sus sólo 8 años, volvió a ser el hombrecito maduro y pensó que esta no sería la última vez que llore. “Pilín” se sacó la camiseta, la besó y la guardó en su cajón, esperando ansioso otro partido de San Martín, probablemente, para poder levantarse temprano, para vestirse de jugador, seguro, para prepararle el desayuno a papá, para ir a la cancha y para cantar, él, el más fanático de todos, las canciones que se sabe.

(Por Saudo)

martes, 25 de diciembre de 2007

La niña que, preocupada por Papá Noel, le envió una carta a Kennedy

En aquella carta, Michelle, que por entonces sólo tenía 8 años, decía preocupada: “Querido Kennedy, por favor, no dejes que los rusos bombardeen el Polo Norte porque matarán a Santa Claus”. Unos días después, en plena Guerra Fría, el presidente norteamericano le envió una respuesta: “No debes preocuparte por Santa Claus, hablé con él ayer y está bien. Hará sus recorridos esta Navidad”.


El Muro de Berlín llevaba apenas dos meses de existencia, la Guerra Fría alarmaba al mundo y la Unión Sovietica intentaba dar su gran golpe en la carrera armamentística que sostenía con Estados Unidos.
Para demostrar su poderío, el cuestionado líder ruso Nikita Khrushchev ordenó a sus hombres la construcción del artefacto explosivo más potente de la historia: una bomba atómica de 50 megatones. La denominaron “Tsar Bomb” y fue detonada el 30 de Octubre de 1961 sobre el Polo Norte. La prueba nuclear fue tan impresionante que provocó daños a más de 1.000 kilómetros de distancia; es decir, podría haber causado estragos en la superficie de siete provincias de Tucumán juntas o dos Buenos Aires.
La noticia recorrió el planeta y la casa de los Rochon, en Michigan (EE.UU), no fue la excepción. Al escuchar a sus padres platicar sobre el tema, la pequeña Michelle fue corriendo hasta su habitación, se sentó en un taburete, tomó un papel, un lápiz y le escribió una carta al mismísimo presidente norteamericano: John Fitzgerald Kennedy.
Hoy, 46 años después, el mensaje de la niña fue abordado por Caroline Kennedy, hija del ex presidente, en su libro “A Family Christmas”, un éxito en las librerías de ese país. Toda una adulta, Michelle Rochon pudo reunirse con Caroline en un programa televisivo y recordaron el episodio.
 
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