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domingo, 10 de enero de 2010

Argentina, Capital Mundial del Exitismo

Pablo tiene sólo 14 años y éste no fue un domingo cualquiera para él. Tucumán, como tantas otras provincias argentinas, estaba desolada, desértica; como el Far West o una escuela en vacaciones. Lo entiende. A pesar de su corta edad, no es la primera vez que lo vive: es hincha de Racing. El silencio parece dictar las reglas en las calles. Vive en una humilde casa, al noroeste de la ciudad; su familia pertenece a la diezmada clase media del país. A más de 10 mil kilómetros de su hogar, el tenis argentino vivía uno de sus momentos cumbres. Gastón Gaudio gana Roland Garros en una final bien criolla, donde junto a su compatriota y contrincante, Guillermo Coria, deslumbraron al mundo con todos los matices de espectáculo que los nuestros son capaces de ofrecer.
Tuve la oportunidad de acompañar a Pablito hasta un bar céntrico para seguir el partido. El, como la mayoría de los argentinos, es un apasionado del deporte; y más que nada del fútbol. Es de los que pueden ver, nerviosismo por medio, noventa minutos de un fútbol, en donde los anfitriones son equipos de países como Andorra, Kazajstán o Jamaica.
Coria sostiene su servicio y Pablito aún no ha mencionado nada del partido que "la Selección" de fútbol, en pocas horas, tiene que jugar contra Paraguay. Mi incertidumbre hizo que irrumpiera con su concentración y le pregunté si sabía cuál era la alineación. “No, no tengo idea”, me confesó sin sacar su mirada del televisor. “Hoy es día de tenis… je”, lanzó. “Además, 'la Selección' juega espantoso", agregó. Luego, ante mi atónito silencio, con la tranquilidad que Macaya Márquez remarca un offside del equipo que no es hincha, sentenció: “Bielsa (Marcelo) se debería ir, no se como Grondona (Julio) lo ‘banca’”. No me sorprendía la claridad con la que expresaba sus sentimientos futbolísticos, ni a sabiendas de sus apenas 14 años… es mi primo y lo conozco. En ese momento me di cuenta que Pablito representaba a la gran mayoría de los argentinos que utilizamos el éxito deportivo de otros como “salvavidas” de nuestros pesares.
Termina el partido, Coria llora por su derrota y el otro Guillermo, Vilas, entrega el trofeo más añorado a Gaudio. Los bares, repletos de espectadores empiezan a descomprimirse. La ciudad parece volver a su estado natural: ruidos de escapes, murmullos y comentarios de novatos especialistas del tenis comenzaron a terminar con el silencio.
Escuche frases intolerantes: “estos muchachos nos dieron la alegría que nos quitó Bielsa” o “ahora prefiero ver tenis antes que fútbol”, y entonces supe que no estaba tan errado al afirmar que los argentinos somos el significado de la palabra “exitismo”(afán desmedido del éxito, según la Real Academia Española). Despedí a Pablito, acordando una nueva cita deportiva a la hora del partido de la Selección.
Argentina y Paraguay ya están en la cancha. Solo somos cinco los espectadores de aquel bar, en donde por la mañana parecía no entrar ni un alfiler. El, mi primo, no es uno de los presentes. Decidí llamarlo por teléfono para ver qué pasaba, “Pablito no está, se fue a jugar paddle con unos amigos”, respondió mi tía. Estaba claro, los argentinos no sólo nos convertimos en especialistas de tenis, sino que también intentamos ser eruditos de la práctica de la materia. Jugar paddle representaba jugar tenis y mirar fútbol significaba ser parte de la derrota. Los Coria se olvidan, los Gaudio subsisten, pero no por mucho tiempo.
A dónde irán los titulares de los diarios cuando el campeón de Roland Garros, Gastón Gaudio, que alguna vez fue criticado por su falta de resultados exitosos, pierda en primera ronda. ¿Cuánta gente concurrirá a los bares para ver tenis? Seguramente cuando esto ocurra, como es nuestra costumbre, será otro deporte el que acapare nuestra atención y comenzaremos a buscar nuestro próximo Maradona. Intentaremos sumarnos a su éxito y no está mal. De hecho, esta sociedad tan castigada, tan falta de afecto, vive de expectativas de felicidad, necesita de resultados inmediatos, y apuesta en el deporte lo que no encuentra en otros ámbitos de la vida.
Martes, 08 de Junio de 2004

domingo, 20 de abril de 2008

De Estancieros y de chats

Hoy quiero permitirme hacer una analogía. Tengo 27 años y considero que soy uno de los tantos que viví la rara experiencia de transitar una adolescencia, para luego convivir una juventud mirando crecer otra generación de adolescentes totalmente distinta a la mía. Y en esto tuvo mucho que ver la revolución informática. Pero, ¡basta de conceptos aislados! Mejor, vamos a los ejemplos. Muchos dicen que los adolescentes de hoy han perdido en comunicación. Yo no considero esta postura. Sí, entiendo, que ha cambiado la forma de interactuar el uno con el otro. Hoy se usa el chat, el blog, los foros, los mensajes de texto, etc. Antes, en mi época de “niño con granos” (como dice Joaquín Sabina), nos juntábamos con mis amigos, después del colegio, a tomarnos una gaseosa y charlar, y charlar, y charlar, hasta que se hacía de noche, hasta que nuestras madres se preocupaban y nos hacían entrar a casa. Por otro lado, en la actualidad está muy de moda el PlayStation 2 (o 3, quién sabe), en especial, sus juegos de fútbol. Nosotros, recuerdo con mucha nostalgia, jugábamos a la pelota en la calle, a la hora de la siesta, cuando no había tanto tránsito como hoy (cuando se acercaba un vehículo, el juego se detenía unos segundos), con los árboles como arcos, con pelotas de cuero descascaradas, con zapatillas viejas… con cualquier recurso… la pasábamos bárbaro. Y sin darnos cuenta, hacíamos un poco de deporte también. Además, los adolescentes de hoy se divierten mucho con los juegos de estrategia. En cambio, para los de nuestra generación era toda una aventura andar por los techos de la manzana, caminar por cornisas, por los remaches de las chapas. Sabíamos perfectamente cuál techo podíamos atravesar y cuál no. Conocíamos nuestros peligros. Estábamos al tanto de los vecinos que se molestaban. En fin, al igual que hoy se saben todos los trucos de su juego de estrategia, nosotros entendíamos a la perfección los nuestros. Los juegos de roles en la Pc, otro auge del momento, comparable con el entrañable Estanciero de nuestra época. Nosotros -recuerdo- terminábamos nuestra tarea y nos juntábamos en la casa de alguno de los chicos de la barra para concentrarnos en una partida de este atrapante juego de mesa. Así como en el de roles se guardan las partidas, nosotros dejábamos intactos los juegos de un día para el otro. Así como en el de roles se elige un personaje, nosotros teníamos nuestro animalito predeterminado (El mío era el perrito). Y así, y así, podríamos hacer de esta columna un libro entero de analogías entre aquella época de adolescentes y la actual. Con todo esto, y para ir finalizando, no quiero decir que antes, jugando al fútbol en la calle, al Estanciero, juntándonos a tomar una gaseosa o andando por los techos de las casas, nos divertíamos más o menos que ahora. Simplemente, quiero llegar a la conclusión del tremendo cambio generacional que se ha producido merced a la revolución informática. Seguramente, habrá que hacer un análisis más profundo e investigar mucho para saber si las consecuencias son positivas o negativas. Lo único en concreto que tengo para repetir es que hoy tengo 27 años, he vivido otra generación de adolescencia con menos tecnología y no me arrepiento… fui Feliz.
  • NOTA: El juego "Estanciero" viene a ser algo así como el Monopoly argentino.

miércoles, 2 de abril de 2008

Esa "loca" historia del primer muerto en Malvinas


Antes que nada, espero que nadie se ofenda con el título del post. No tiene nada que ver con lo que piensen, justamente, los malpensados. Es que, simplemente, ayer, por conmemorarse un nuevo aniversario del desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas vi un programa de televisión referido al tema. De todos los personajes que pasaron me gustó mucho la historia -no la conocía- del "loco" (loco lindo, a no confundir) que se convirtió en la primera baja que dejó la absurda guerra inciada el 2 de abril de 1982.

La historia, si buscan en Internet, encontrarán que tiene algunas controversias. Por ejemplo, en un sitio -no mu respetable, por cierto- publican que el primer muerto en las islas fue Mario Almonacid Vargas, un soldado conscripto de la Infanteria de Marina Argentina, de 20 años de edad, quien era hijo de Humberto Almonacid y María Vargas, ambos chilenos. Y agrega que fue el 3 de abril, durante el asalto a Grytviken en las Georgias. Sin embargo, la historia más fehaciente, que coincide con la que yo vi en TV asegura que el primer caído en Malvinas fue capitán de Fragata Post-mortem, Pedro Edgardo Giachino (foto), argentino e hijo de argentinos (si vale de algo la aclaración).

Pues, de ahora en más, me voy a referir sólo a la segunda versión, la reconocida oficialmente y de la que la mayoría de los argentinos creemos: la de Giachino. Resulta que en este programa aprovecharon, para contar la historia de su muerte, el testimonio de su madre Delicia Rearte de Giachino. Este buzo táctico, que desembarcó el 1 de abril en Malvinas, tenía como misión lograr la rendición del entonces gobernador de las islas, Rex Hunt antes de que desembarcara el grueso de las tropas argentinas y evitar de esa forma un combate armado en el centro urbano.

Al mando de esa patrulla de comandos anfibios, iba Giachino, un joven infante de marina que el 28 de mayo de ese año hubiese cumplido 35 años. Este avanzó con sus hombres hasta la casa de Hunt, y se lanzó solo a derribar la puerta. Lo esperaba detrás una ráfaga de ametralladora. Alcanzó a gritarle a sus hombres que se cubrieran, con lo que salvó sus vidas, pero quedó herido de gravedad por los disparos.

Gracias a Dios, pudo y supo cumplir con su deber", recuerda, hoy (con más dolor -según ella-), su madre. "Tuvo que elegir entre él y sus hombres. Y eligió ser él quien muriera", agregó en el testimonio televisivo. "Las autoridades militares de entonces no supieron valorar la derrota: la tomaron como algo vergonzante. Y los sucesivos gobiernos, desde los paraguas hasta los ositos, se han preocupado más por ir a besar la mano de su graciosa majestad que por reivindicar Malvinas", disparó Delicia también.

Además, luego, contó, con detalle, cómo fue su muerte. Es decir, relató con una exactitud suiza cada detalle de esa "loca" pero muy heroica historia de su muerte. No recuerdo bien, pero dijo algo así: Giachino, después de herido, tomó una granada y amenazó con lanzarla hacia donde estaba el enemigo si no se rendía el Gobernador y toda su guardia. El quería ser la única baja y no permitía que nadie se le acerque a ayudarle, mientras se desangraba. Los allegados al máximo mandatario inglés de las islas le fueron a comentar la situación a su jefe. "Allá, afuera, hay un loco con una granada que amenaza con soltar si no nos rendimos", le dijo uno de ellos. Mientras, los demás soldados argentinos, estaban preparados a aniquilar a los pocos ingleses, pero la orden de Giachino era que no hubiera más bajas, que su inevitable muerte.

En fin, la situación lo desbordó al gobernador Rex Hunt, quien se terminó rindiendo muy pronto. Giachino cumplió con su palabra y amarró de nuevo la granada, no la hizo detonar y se convirtió en la única baja de la toma de las islas. Un héroe de la puta madre que no sé si llegó a ver flamear la bandera argentina en las islas, pero que sí murió con el alma inflada de orgullo y con la conciencia tranquila de haber cumplido su objetivo: no hubo bajas en la toma de las islas y las Malvinas volvían a ser argentinas.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

El más fanático de todos


Aquel día, el más fanático de todos, se levantó muy temprano, antes de que el gallo del vecino despierte a todos. Contempló durante unos segundos el póster de San Martín, que forma parte de su habitación desde hace unas semanas. Estaba concentrado en esos once titanes -también envidió a los niños que posan junto a ellos- y si alguien lo hubiera visto desde lejos, habría supuesto que les dirigía algunas plegarias, oraciones implorándoles que hoy ganen, sí o sí.
Se vistió de gala: se puso la camiseta de San Martín que todavía le quedaba grande -se lo advirtió a su madrina ni bien se la regalaron-, su gorro al tono, el pantalón corto negro que le heredó -estaba como nuevo- su primo Ricardo, y hasta se dio el lujo de estrenar las medias de algodón que su madre le compró. Era un día muy especial para él.

“Bueno, ‘Pilín’, esperá un poquito”, le contestó su padre -un mecánico conocido en La Ciudadela- en voz baja para no despertar también a mamá, pues era domingo y muy temprano. Vivían a dos cuadras de la cancha, pero a él no le gustaban los contratiempos y es por eso que cuando aún quedaban dos horas para el partido, movió a su padre, un ser bastante parsimonioso.

Cuando papá se levantó, encontró el desayuno listo, con tortillas y todo. Se lo había preparado él, todavía un niño, pero bastante maduro e inteligente. Con las entradas en la mano, “Pilín” esperó a que su padre termine su mate cocido y luego partieron.

Era una fiesta increíble, se la ilustraría fantásticamente a sus compañeros de escuela. San Martín comenzó ganando por un golazo que “Pilín” gritó desde su alma, desgargantándose, derritiéndose en un abrazo con su padre. Y la hinchada, su hinchada, seguía cantando. Y él, el más fanático de todos, también se sabía las canciones, por supuesto.

Cuando menos se lo esperaba, Villa Mitre, un equipo del que “Pilín” sabía muy poco, empató el partido con un gol en contra. Se agarró la cabeza, pero no lloró. Sabía que el Santo lo ganaría. Tarde o temprano lo haría, jugaba en su estadio, con treinta mil fanáticos alentando. “No, no puede perder”, pensó.

Los minutos pasaron y San Martín no volvió a convertir otro gol. Tampoco Villa Mitre. El partido terminó empatado, 1 a 1, por lo que se definiría en tanda de penales. “Pilín” tenía miedo. Ya no era el maduro hombrecito de la familia, volvió a ser un niño. Y temió mucho, temblaba. Se sacó el gorrito y lo mordió para descargar tensiones.

Ambos equipos convirtieron los dos primeros disparos, pero los de Ciudadela erraron el tercero. Perdían 3 a 2 y si el encargado de ejecutar el próximo tiro fallaba, todo terminaba allí. Fue el arquero de su equipo, su arquero, a patear. Y “Pilín” mordió aún más fuerte su gorrito. No se atrevió a mirar para otro lado, se concentró en el penal. El “villano” de Villa Mitre contuvo el balón y todo terminó allí, su equipo, San Martín, perdió.

Su pasión no aguantó más y “Pilín” lloró a gritos. Papá no lo pudo evitar. Eran desgarradores alaridos, que si el mismísimo diablo los escuchara seguramente también echaría a llorar. Y continuó lagrimeando con furia, con el gorrito arrugado entre las manos, con el corazón partido en pedazos. No entendía nada. “¡Qué injusta la vida!”, clamó hacia adentro. Y nadie lo escuchó. Y lloró y lloró.

Aquel día, conoció de verdad lo que es el dolor. Volvió a casa, apneas pudo comer a desgana -sólo porque le insistió mamá- y se fue a su habitación. Afortunadamente, miró a los once jugadores y seguían siendo titanes para él. Les preguntó, claro, por qué habían perdido. De un momento a otro, con sus sólo 8 años, volvió a ser el hombrecito maduro y pensó que esta no sería la última vez que llore. “Pilín” se sacó la camiseta, la besó y la guardó en su cajón, esperando ansioso otro partido de San Martín, probablemente, para poder levantarse temprano, para vestirse de jugador, seguro, para prepararle el desayuno a papá, para ir a la cancha y para cantar, él, el más fanático de todos, las canciones que se sabe.

(Por Saudo)
 
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