miércoles, 26 de mayo de 2010

Literatura tucumana, al palo

Entreteniendo fantasmas cronológicos que no hacen más que joderme la vida, este año me inscribí para cursar la carrera de Letras. Esto antes de enterarme de que el rector de mi Universidad fue elegido coimas de por medio. De hecho, ya no confío en el primero ni en el último de quienes tienen que formarme ética y profesionalmente. Pero no quiero hacer de este escrito una postal de lamentos. Sólo pretendía destacar una obra literaria de una autora tucumana: Olga Eugenia Flores. Es que revolviendo mi pequeña bibliotequita encontré un libro que había leído de pequeño. Se llama “La casa en los cerros”; y quería recomendarlo. Es nuestro, local, auténtico y muy atrapante, por cierto. Especial para aquellos que gustan viajar a la infancia y recorrer la magia del asombro. Espero no equivocarme y que no sea uno de esos libros que tengan una interpretación política oculta, como “La casa tomada”, de Cortazar. Es ávido para los adultos que no quieren perder la pureza del Peter Pan que todos llevamos dentro. Además, voy a dejar un fragmento de la pieza que elegí al azar. Aquí va:


[En silenciosa procesión, los chicos pasaron adentro y Martín los guió al estudio-saloncito-cuarto de juegos de la derecha. Explorando la casa, Martín había encontrado un viejo colchón en el piso superior, el mismo que había saltado del armario sobre un Jorge muerto de susto, y lo había traído para que Arturo estuviera sobre algo más cómodo que el duro piso de madera.

La ventana estaba un poco más abierta ahora, y en la forma yacente se distinguían ya rasgos y aspecto general. Arturo era un hombre de regular estatura, delgado. Sobre la tela desteñida del viejo colchón su pelo castaño claro parecía tener un brillo especial. Sus rasgos regulares, su frente amplia y su nariz recta hubieran hecho que las chicas lo calificaran de “churro” en otras circunstancias, pero en este momento cualquier apreciación estética estaba fuera de lugar, ante la impresión de ver la intensa palidez de su rostro mal afeitado y esa horrible herida en el hombro, que Martín acababa de lavar y desinfectar.

-¿Se va a morir? -Susurró Federico, pensando en toda esa gente baleada que se moría en la televisión.

-No creo -opinó Martín.

-No, no me pienso morir todavía.

Era Arturo el que había hablado con una voz honda, un poco ronca, articulando lentamente y con una leve sonrisa en los labios pálidos y secos. Volvió la cabeza un poco y abrió gradualmente los ojos, que resultaron ser claros y profundos.]



martes, 25 de mayo de 2010

Qué linda que sos, ARGENTINA!!!! la puta madre que te parió!!!!!!!!!!!!

domingo, 16 de mayo de 2010

Crisis


Soñé que la tempestad arroyaba todo. El mar gemía y los maderos se quebraban. Ojos de humo se enardecían de rigurosa presión. Algunos explotaban sin razón, otros por descuido. Y a pesar de que aquel hombre me protegió con su sapiencia, uno llegó a dañar mi pómulo izquierdo. Una anciana haraposa me creyó muerto; su perro también. Me levanté para contemplar que había cesado la barbarie, pero yo... yo ya no era yo.

sábado, 8 de mayo de 2010

El Jazz, música para escuchar con los pies

El jazz es, ante todo: improvisación, vida, expresividad, evolución constante. El verdadero jazz se encuentra en el Mississippi, brota de las manos del pianista de un bar de Storyville, o en medio de los hombres de una banda de músicos que tocan para acallar la violencia de un ajuste de cuentas en Chicago. El jazz es también la voz de un clarinete que exalta la vida, y es también una plegaria a Dios.

La historia del jazz es una de las más originales de la música. Sus personajes y estilos, su fuerte individualismo, la hacen enormemente atractiva; y aunque algunas tendencias exijan una alta preparación por parte de los aficionados, es sobre todo música para escucharla con los pies.

El jazz perdurará mientras la gente lo escuche con los pies y no con la cabeza-, dijo hace tiempo el director de orquesta norteamericano John Philip Sousa. Y así fue durante los años 30, con las bandas de Nueva Orleáns (Buddy Bolden) o con las de los hombres de Austin High en los bares ilegales de Chicago. Se tocaba música para que la gente bailara.

A partir de los años 40, el público comenzó a escuchar jazz con la cabeza en vez de con los pies. Pero es que las nuevas formas (bebop, cool, free) dejaron un poco de lado el ritmo para atraer al intelecto, y como consecuencia a reducidos grupos de vanguardia. A pesar de todo y contradiciendo los malos augurios de Souse, el jazz perdura y el público lo sigue con extraordinario entusiasmo. ¿Cuál es el secreto?: su gran vitalidad.

Desde el corazón del Africa Americana
Hablar del jazz como música afroamericana sería simplificar demasiado las cosas. Jazz es una forma de expresión espontanea o individual que se crea en el momento. Es improvisación, libertad, canto de protesta y de marginación. La crearon los negros de los estados esclavistas del Sur (Alabama, Louisiana, Georgia), mientras trabajaban en las plantaciones de algodón. Sus blues y sus spirituals fueron la semilla. De ella nacerían los primeros sonidos del auténtico jazz, último género popular en la historia de la música occidental. Un tipo de expresión urbana que empezó a afianzarse en los cafés de los negros de Nueva Orleáns, a finales de 1800 y principios de 1900.

Según las estadísticas, el mercado de esclavos africanos tuvo un saldo de 15 millones de hombres, mujeres y niños, vendidos en distintas zonas del mundo. La mayor parte de esta cifra fue a parar a América. Los campos de algodón y tabaco exigían mucha mano de obra. El negro africano era fuerte y trabajaba por un pequeño jornal: comida y choza. Fuera de eso, nada poseía, excepto el recuerdo imborrable de las danzas y cantos de su Africa natal. La música era fundamental para el africano. A fin de cuentas, el equipaje de un esclavo solo contenía ritmo y melodía.

A estos temas de oración y súplica se agregaron las canciones de trabajo. ¿Por qué? El esclavo se dio cuenta de que era mucho más fácil trabajar cantando. Los peones, los estibadores, los presos. los obreros portuarios y del ferrocarril cantaban. Un guía improvisaba y los demás respondían con murmullos o gritos.

La sencillez de estas frases, debida probablemente a su escaso conocimiento de la lengua de los colonos, fue evolucionando hasta convertirse en poesía vigorosa, tierna, desesperada a veces. Tanto que Jean Cocteau llegó a afirmar que las letras de los blues eran la última aparición de una poesía automáticamente popular. Y los blues eran ya un género típicamente jazzistico.

Los gobernantes tomaron conciencia, enseguida, de ese nuevo fenómeno musical. Tanto, que el Departamento de Estado organizó y protegió, desde el principio, las giras internacionales de los “jazzmen” norteamericanos. Louis Armstrong, Duke Ellingtong, Miles Davis, Dizzy Gillespie, Jack Teagarden, Mahalie Jackson, Stanz Getz, Keith Jarrets y otros han mostrado su peculiarisimo estilo en todas partes. Han actuado delante de reyes y reinas, Louis Armstrong fue recibido por el Papa en el Vaticano y Benny Goodman y su orquesta actuaron en Rusia, durante el verano de 1962. La ovación fue sorprendente, incluso Nikita Kruschov aplaudió, entusiasmado, de pie.

Naturalmente, los spirituals y los blues evolucionaron hasta crear su propio lenguaje: el del jazz. ¿Cómo es ese lenguaje? Uso de la síncopa, insistencia rítmica, timbres instrumentales insólitos – difíciles de encontrar en otro tipo de música -, improvisación, y, en cuanto a las voces, desgarro de las mismas. Todo ello impregnado de una palabra mágica: swing. El alma del jazz. Algo que va más allá de la propia interpretación.

“El swing no existe en el texto musical, solo puede darse en la ejecución”, afirmaba constantemente Duke Ellingtong. Efectivamente, el jazz era y es una peculiarisima manera de entender la práctica musical por el negro norteamericano. Una práctica llena de expresividad, original, vitalista cien por cien. Una música para expresar amor, dolor. Una música para contar la vida del héroe, las amarguras y desencantos de cada día. El jazz primitivo era una válvula de escape emocional ante las frustraciones del hombre negro en el mundo del hombre blanco.


VIDEOS: Un clásico de Benny Goodman y su orquesta (Sing, sing, sing) y una perla bien criolla interpretada por Louis Armstrong (Adiós Muchachos).



jueves, 6 de mayo de 2010

Ojos que sí ven, corazón que sí siente

Continuando con los hérores anónimos de nuestra querida Argentina quería recordar a otro hombre de la Ciencia: el doctor Roberto Zaldívar. Para aquellos que les gustan las comparaciones, este mendocino de 50 años se encamina para ser el próximo Favaloro de la medicina criolla, aunque esperamos que con un final mucho más feliz que el que tuvo el cardiólogo platense.

Sólo tuve que buscar “oculista mendocino” para que Google me diera una lección: mejor era llamarlo oftalmólogo. El primer resultado de la búsqueda arrojó un premio que le dieron a Zaldívar en Boston. Fue el último 11 de abril, con el que se convirtió en el primer especialista de habla hispana en recibir esta distinción, otorgada por la Jan Worst Medal Award de ese estado norteamericano.

Si quieren saber lo que dice Wikipedia de Zaldivar, junto con los premios que obtuvo, pinchen aquí.

Su padre, Roger, fue el fundador del Instituto Zaldívar, lugar pionero en implementar la tecnología de las operaciones de láser en la década del 60. Por citar algunas personalidades, por en esta clínica fueron atendidos Susana Giménez, Julio Bocca, Jorge Guinzburg, Dady Brieva y José Luis Menotti.

Pero lo más loable de Roberto Zaldívar es la fundación que creó en 1990 y lleva su nombre. Esta atiende a personas sin ningún tipo de recursos de las más complejas intervenciones. Además, también lanzan programas dedicados a la población, como cuando asistieron a 6 mil estudiantes de escuelas rurales.

En fin, la idea era destacar a esta clase de personas, que además de ser excelentes profesionales, su buena leche no se pierde. Los argentinos ya perdimos a un ser humano completo como Favaloro. Es hora de que nos demos cuenta a tiempo de la gente que vale la pena. Ojos que sí ven, corazón que sí siente.


miércoles, 5 de mayo de 2010

Pablo Neruda

ODA A LA ENVIDIA


Yo vine
del Sur, de la Frontera.
La vida era lluviosa.


Cuando llegué a Santiago
me costó mucho cambiar de traje.
Yo venía vestido
de riguroso invierno.
Flores de la intemperie
me cubrían.
Me desangré mudándome
de casa.
Todo estaba repleto,
hasta el aire tenía
olor a gente triste.
En las pensiones
se caía el papel
de las paredes.
Escribí, escribí sólo
para no morirme.
Y entonces
apenas
mis versos de muchacho
desterrado
ardieron
en la calle
me ladró Teodorico
y me mordió Ruibarbo.
Yo me hundí
en el abismo
de las casas más pobres,
debajo de la cama,
en la cocina,
adentro del armario,
donde nadie pudiera examinarme,
escribí, escribí sólo
para no morirme.

Todo fue igual. Se irguieron
amenazantes
contra mi poesía,
con ganchos, con cuchillos,
con alicates negros.

Crucé entonces
los mares
en el horror del clima
que susurraba fiebre con los ríos,
rodeado de violentos
azafranes y dioses,
me perdí en el tumulto
de los tambores negros,
en las emanaciones
del crepúsculo,
me sepulté y entonces
escribí, escribí sólo
para no morirme.

Yo vivía tan lejos, era grave
mi total abandono,
pero aquí los caimanes
afilaban
sus dentelladas verdes.

Regresé de mis viajes.
Besé a todos,
las mujeres, los hombres
y los niños.
Tuve partido, patria.
Tuve estrella.

Se colgó de mi brazo
la alegría.
Entonces en la noche,
en el invierno,
en los trenes, en medio
del combate,
junto al mar o las minas,
en el desierto o junto
a la que amaba
o acosado, buscándome
la policía,
hice sencillos versos
para todos los hombres
y para no morirme.

Y ahora,
otra vez ahí están.
Son insistentes
como los gusanos,
son invisibles
como los ratones
de un navío
van navegando
donde yo navego,
me descuido y me muerden
los zapatos,
existen porque existo.
Qué puedo hacer?
Yo creo
que seguiré cantando
hasta morirme.
No puedo en este punto
hacerles concesiones.
Puedo, si lo desean,
regalarles
una paquetería,
comprarles un paraguas
para que se protejan
de la lluvia inclemente
que conmigo llegó de la Frontera,
puedo enseñarles a andar a caballo,
o darles por lo menos
la cola de mi perro,
pero quiero que entiendan
que no puedo
amarrarme la boca
para que ellos
sustituyan mi canto.
No es posible.
No puedo.
Con amor o tristeza,
de madrugada fría,
a las tres de la tarde,
o en la noche,
a toda hora,
furioso, enamorado,
en tren, en primavera,
a oscuras saliendo
de una boda,
atravesando el bosque
o en la oficina,
a las tres de la tarde
o en la noche,
a toda hora,
escribiré no sólo
para no morirme,
sino para ayudar
a que otros vivan,
porque parece que alguien
necesita mi canto.
Seré,
seré implacable.
Yo les pido que sostengan
sin tregua el estandarte
de la envidia.
Me acostumbré a sus dientes.
Me hacen falta.
Pero quiero decirles
que es verdad:
me moriré algún día
(no dejaré de darles
esa satisfacción postrera),
no hay duda,
pero moriré cantando.
Y estoy casi seguro,
aunque no les agrade esta noticia,
que seguirá
mi canto
más acá de la muerte,
en medio
de mi patria,
será mi voz, la voz
del fuego o de la lluvia
o la voz de otros hombres,
porque con lluvia o fuego quedó escrito
que la simple
poesía
vive
a pesar de todo,
tiene una eternidad que no se asusta
tiene tanta salud
como una ordeñadora
y en su sonrisa tanta dentadura
como para arruinar las esperanzas
de todos los reunidos
roedores.

 
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