Más allá de la frase contundente, su mirada lo dijo todo. Estaba abatido, desilusionado. Nunca lo había visto en esa forma. “Me siento un gigante de ojos azules”, me arrojó con el poco aliento que le quedaba. No estuve a la altura de la circunstancia. Sólo atiné a devolverle la atención con rostro cómplice. Aquella vez no me salía ni una palabra, pero afortunadamente hoy puedo escribirlo y contarles esta sensación que me acompaña. Habíamos acostumbrado a juntarnos de madrugada, en la terraza de mi casa. Era un lugar bastante incómodo y gris, pero nosotros nos sentíamos muy bien allí. Jugábamos a ser artistas, escuchando música e interpretándola para donde la noche nos dirigía. Hablábamos de mujeres, recordábamos momentos felices de la niñez y procurábamos engañar al invierno con unos mates cebados que a él no le gustaban tanto. Esas eran nuestras populares “Terrazas”, todo un orgullo. Aquella vez nos juntamos temprano. Si bien esos encuentros siempre eran especiales, éste lo era aún más. Incluso la noche se prestó para la ocasión y se vistió de luna llena, cálida y estrellada. Nuestros amigos los grillos tampoco se quisieron perder la faena: cantaron y cantaron felices, como nunca. Sobraba magia en el ambiente. Comenzó a hablarme de ella, una mujer pequeña. Me contó el gesto que tuvo al viajar a verla y declararle amor frente a su familia. Siguió su relato con la pobre respuesta que obtuvo de ella y pudo quebrarse en llantos, aunque su honor no lo permitió. Yo lo seguía atento, pero, como dije en un principio, no me salía ni una palabra de consuelo. De repente, soltó la frase que hoy me lleva a escribir este post: “Amigo, me siento un gigante de ojos azules”, me dijo, antes de hacerme escuchar la canción de Baglietto, musa de su inspiración. La madrugada pasó, junto con muchas semanas… y meses. Sólo hoy puedo decir que fue aquella la última Terraza que hicimos, pero, como esas cosas inexplicables que tienen las despedidas, la frase de la canción sigue dando vueltas en mi cabeza. Ayer escuché de nuevo la canción y sentí una angustia indescriptible. Comprendí que mi amigo, el gigante de ojos azules, nació en una época equivocada. En días donde se tiene sexo y no se hace el amor, donde triunfa lo superficial en lugar de lo profundo, el auto importado en lugar de los paseos con abrazos, el mensaje de texto en vez de un susurro al oído… en tiempos egoístas y mezquinos -dice Fito-, en tiempos donde siempre estamos solos… habrá que declararse incompetentes en todas las materias de mercado… habrá que declararse un inocente y habrá que ser abyecto y desalmado. ¿Será que ya no hay lugar para los románticos? ¿Será que sólo habitan mujeres pequeñas? ¿Será que los amores de tanta grandeza no caben en casas de muñecas? ¿Será que da vergüenza decirlo? Yo me animo: mis respetos, señor gigante de ojos azules.
¿Para cuándo, ché?
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Hay cosas que los seres humanos nunca llegamos a aprender. Por ejemplo, no
nos cansamos de preguntar cosas que a la gente no la hace del todo feliz.
Son la...
Hace 11 años